lunes, 20 de diciembre de 2010

LA FACTORÍA DEL SUPERHOMBRE

1 (8 de mayo de 2008)

El mundo llamado occidental asiste aterrado, tanto más cuanto más ignorante, a las admoniciones de los grupos de verdes y ecologistas. Estos, disfrazados de progresismo trasgresor, constituyen, sin lugar a dudas, algunos de los colectivos más conservadores del planeta; y entre sus quimeras se halla la de obligar a los gobiernos al cierre de todas las centrales nucleares. La realidad es que, entre los contaminantes atmosféricos, hay ingentes cantidades de residuos de isótopos radiactivos; también emponzoñan lagos, tierras y plantas y, a través de todos estos, animales y humanos, cuyos organismos los absorben. Proceden de las emanaciones naturales de radón, de las erupciones volcánicas, del refinado de las menas de minerales uranio y torio, de las fugas de centrales nucleares y de los vertidos industriales y del uso médico de radioisótopos. Su mayor peligro proviene de su persistencia como contaminantes, que es de miles de años, a veces. Radón, iodo, cesio, estroncio y plutonio son sustancias radiactivas emitidas a la atmósfera como gases o partículas en suspensión que, aún en pequeñas concentraciones, pueden tener graves resultas para la
salud.

La cantidad de contaminante radiactivo en la biosfera comenzó a aumentar significativamente a partir de las pruebas nucleares previas a Hiroshima y Nagasaki, en las propias explosiones que ocasionaron las masacres y en los cientos de pruebas nucleares de los años cincuenta y sesenta. A partir de entonces, los ensayos fueron subterráneos, pero ello no impidió la filtración de residuos a la atmósfera y a los cauces subterráneos de aguas. Tras la definitiva prohibición de ensayos nucleares, el uso industrial de la radiactividad tomó rápidamente el relevo como principal agente contaminante artificial: Three Mile Island y Chernobil han sido los paradigmas de ese fenómeno, pero los accidentes con escapes de contaminantes desde las centrales nucleares a la biosfera se cuentan por millares. De todos modos, no sólo las centrales nucleares contaminan radiactivamente la atmósfera: una térmica de 1.000 MW que consuma al día 10.000 toneladas de carbón —que contiene uranio— emite diariamente una radiación equivale a dos toneladas de uranio-238. Tan evidente es el fenómeno de estos últimos 70 años, que se acepta un incremento en la radiactividad total del planeta del orden de un 15% respecto a la natural, incluida la cósmica; la realidad, sin maquillaje oficial, puede llegar a ser el triple. Y eso, sin contar con que se trata de cifras promedio que pueden llegar a concentraciones locales decenas de veces superiores.

La radiación natural ha sido siempre la responsable, entre otras muchos fenómenos, de la evolución de animales y plantas a través del mecanismo aleatorio de trastrocamiento del ADN de estos. Luego, la selección natural se ha encargado del resto, haciendo perecer a los organismos más débiles a manos de los más fuertes. La desinformada humanidad conoce de la radiactividad únicamente sus efectos negativos sobre la vida, que son de dos tipos: la mutación celular que alcanza a los genes que no tiene descendencia, que se manifiestan en forma de cáncer, leucemia y otras degenerativas mutaciones celulares; y los que sí la tienen, y que se revelan en malformaciones de los fetos. No es tan fácil conocer los efectos positivos, pero los hay. Tiene que haberlos. Lo que sucede es que nadie acude al médico o al psicólogo para contarle que todo le funciona más allá de la perfección, que tiene una existencia calmada y extraordinariamente feliz o porque es un genial científico con un cociente intelectual de 180.

En una serie de artículos que arrancan hoy, descubriremos esos efectos objetivamente positivos que convierten a la humanidad tecnológica, siempre auxiliada por la Madre Naturaleza, en una suicida factoría para la producción de monstruos, incluyendo entre ellos al Súper-Hombre.



2 (25 de agosto de 2008)

Los mutantes humanos están entre nosotros desde hace muchísimo tiempo: las radiaciones cósmicas, responsables de toda la evolución de las especies, han intervenido en la aparición de la inteligencia humana: personajes como Newton o Einstein son aceptados universalmente como excepcionales, casuales, no genéticamente posibles. La prueba de lo insólito de su existencia es que ninguno de sus descendientes ha alcanzado su altura intelectual, su inteligencia y su genio, lo que constituye una de las características de toda mutación no heredada.

Esos personajes han sido posibles, como decimos, como consecuencia de las radiaciones de alta energía que permanentemente bombardean la Tierra. Pero en los últimos años, desde la aparición de la tecnología de las telecomunicaciones por microondas, pero, sobre todo, desde la invención e implementación de
la energía nuclear, tanto para la producción de energía (con toda su amplia memoria de escapes radiactivos en accidentes nucleares) como para la construcción de armamento (con la consecuencia de cientos de pruebas nucleares terrestres, marítimas y subterráneas, aparte de Hiroshima y Nagasaki) han infestado la biosfera de radiaciones de ondas altamente energéticas, cuya consecuencia ha sido la mutación de millones de seres vivos, plantas, animales y humanos. Los dos primeros, hacia la posible creación de nuevas especies o variedades insólitas de las ya existentes; los últimos, hacia la degeneración en cánceres y deformaciones congénitas; pero también hacia la súper conciencia.

El número actual de genios rebasa en miles de veces los habidos a lo largo de la Historia del mundo. Explicado de una forma simplicísima, el espectro de las radiaciones electromagnéticas se presenta así: a un lado, digamos a la izquierda, las ondas de baja frecuencia, la frecuencia audible, las ondas hertzianas, las microondas, el infrarrojo; en el centro, la franja del espectro de la luz visible; a la derecha, una banda infinita: el ultravioleta, los rayos X, los rayos gamma, los rayos cósmicos y lo inédito. Del mismo modo, existe un espectro de inteligencia del hombre: a la izquierda, el subconsciente; en el centro, la estrecha franja de la conciencia; a la derecha, la franja infinita de la súper conciencia. Son mis propias investigaciones las que me llevan a la conclusión de que existe una correlación directa entre las radiaciones ambientales y su tipología, y la inteligencia humana.

Entendida así, la súper inteligencia no es más que otra forma de degeneración de la raza humana. Gracias a este tremendo bagaje de genio, las ciencias progresan con una rapidez infinitamente superior a la de la que evolucionan las ideas políticas y aún muchísimo mayor que la de las ideas morales. Pero como la generación actual de genios no es absorbida por el mundo científico en su integridad, las inteligencias cuyas capacidades que no se canalizan por la vía de la investigación y la ciencia han de expresar su enorme potencia de algún otro modo. Algunos, es bien seguro, se malogran en campos de la actividad humana altamente nocivos para el futuro de la Humanidad, y compiten con los humanos vulgares en la consecución del poder político, económico o militar. Algunos de esos genios llegarán a poner en serio peligro el equilibrio humano, económico y ecológico mundial. Ya lo han hecho otras veces a lo largo de la Historia de la Humanidad: sírvannos ejemplos como los de Alejandro Magno, Napoleón o Hitler. Muchos otros están siendo ya, y serán aún más en el futuro, los creadores de nuevas formas de imperialismo social, de esclavitud y de muerte.

Si la Humanidad quiere salvarse, debe poder detectar a esos espíritus excepcionales desde su infancia y reconducir el poder de su inteligencia hacia las profesiones que puedan resultar socialmente útiles. La política, la milicia y la religión son campos que les deben estar absolutamente vedados; incluso sería altamente oportuno procurar que tampoco aterrizaran sobre el mundo de las finanzas y de la economía global. Todos estos campos, y la raza humana que de ellos depende, están mucho más seguros en manos de los mediocres, los corrompidos y los delincuentes habituales.


3 EL SÚPER HOMBRE Y EL UNIVERSO (14 de marzo de 2009)

Si hay algo positivamente indudable entre las leyes que controlan el comportamiento del Universo es la exactitud del Segundo Principio de la Termodinámica, que se expresa, entre otras muchas maneras, así: “En un sistema cerrado, ningún proceso puede ocurrir sin que de él resulte un incremento de la entropía total del sistema”. La entropía, cociente entre la cantidad de calor transferido y la temperatura a la que se ha realizado esa transmisión, siempre aumenta, y su medida establece el nivel de desorden de un sistema. El Universo, como sistema cerrado, desde su “origen” hasta su “final”, sigue la ineluctable pauta de un aumento progresivo del desorden y el caos. Por eso vemos vasos que caen de mesas y se hacen mil pedazos, pero nunca miles de pedazos de cristal que ascienden a mesas y se recomponen en un vaso incólume. Pero eso no tiene por qué ser, en principio, necesariamente malo.

Quizá el “ser” más elemental sea el virus, a caballo
entre lo vivo y lo inorgánico. Capaz de ser una sal en el medio ambiente y de activarse dentro de un ser vivo, donde es capaz de transmitir su ADN a las células de éste y reproducirse. Podemos imaginar, como en cualquier fábula, una conversación entre dos virus, orgullosos de la plantación reproductiva que acaban de originar, sin saber que esa plantación está sobre el hígado de un animal que morirá al poco por su causa, arrasando con el la vida de sus descendientes-virus. Pero a los virus de nuestra fábula, como a cualquier otra clase de vida, eso no les importa, porque su quimera es sobrevivir a toda costa y reproducirse, les traiga las consecuencias que les traiga a ellos mismos o al Universo entero.

Una de las ideas más fuertemente establecidas entre los seres humanos es la que pretende que la vida sigue un cierto camino de perfección, porque eso es lo que parece indicar la evolución descubierta por Darwin. No resulta raro, pues, que el hombre sea considerado un perfeccionamiento del mono, y éste de otros mamíferos; y que se espere la aparición, más o menos lejana, del súper hombre del que ya hemos hablado en otros artículos, como consecuencia de la radiactividad. No resulta raro que las religiones hayan inventado a los dioses, seres mucho más perfectos que los humanos; y que el perfecto o heroico comportamiento de ciertos hombres les lleve a convertirse en semi-dioses. ¡O que, por lo menos, haya un Dios que nos espere a todos los humanos (quizá sólo a los creyentes) en alguna especie de Cielo! Parece algo hasta lógico y coherente con la idea de la "bondad intrínseca" de la vida. De ahí vienen las guerras santas o las penitencias y las meditaciones, que se supone sirven para acelerar todo perfeccionamiento. La duda lógica es que ¿cómo va Dios, un ser infinitamente perfecto, a interesarse por una caterva de energúmenos como nosotros? ¿Acaso nos interesamos nosotros por la suerte de las hormigas de un hormiguero? Este razonamiento, sin embargo, no altera el hecho de que la religión sea el mayor negocio humano y el que mayor poder otorga. No es nada raro.

Lo que sí nos parece muy raro es que los científicos, buena parte de ellos agnósticos y aun ateos, piensen de la misma manera: que, desde el propio humanismo, la vida sea vista como un modo de perfección y que del humano del futuro sean esperados grandes logros, morales y materiales, a base de perfeccionamientos sucesivos; que sea deseado y esperado incluso que el ser humano acabe, por fin, por poblar y dominar el Universo. Lo raro es que a ninguno de esos científicos se le haya ocurrido jamás que la excelencia sea un universo en el que las partículas estén infinitamente separadas unas de otras, sin interaccionar entre sí, a –273ºC, cero absoluto, temperatura a la que las vibraciones de las partículas alrededor de sus posiciones de equilibrio se detienen. Dicho de otra manera: que un proceso evolutivo del Universo, tan largo y tan preciso en sus leyes y parámetros de contorno, sea el único y verdadero camino de perfección. Lo raro es que hayan pensado siempre los hombres de ciencia que es el inmenso Universo el que está equivocado en su evolución, siguiendo fiel al Segundo Principio de la Termodinámica, en vez de nosotros, que nos oponemos al mismo con todas nuestras fuerzas. Y creemos que es así porque el hombre sabe que, en esas condiciones de perfección del Universo, frío e infinito, el tiempo no existe. Y el tiempo es la condición indispensable de la vida, su razón de ser. De hecho, la verdad es que sólo la vida percibe el paso del tiempo. De ahí el rechazo de los humanos, científicos o no, a todo concepto de perfección que ningún ser vivo (e inteligente) pueda contemplar.

El Universo, dejadme decíroslo, no es perfecto del todo, porque tiene un a modo de enfermedad que es la gravedad. Si no fuera por ella, la perfección, tras el Big Bang que se supone que originó el Universo, se hubiera alcanzado mucho antes. Pero las partículas de hidrógeno y helio, desde su misma formación, pesan y gravitan en forma de nubes sobre su centro de gravedad, alrededor del cual se concentran mientras giran hasta que, debido a la compresión derivada de la gravedad, estallan en el interior de las tremendas bolas concentradas las reacciones de fusión y aquellas nubes se convierten en estas estrellas. Esa extraña capacidad evolutiva dará lugar a la principal secuela de la enfermedad gravitatoria del Universo, ésta mucho más leve, como veremos luego, que se llama radiactividad. Porque dentro de los núcleos de las estrellas se forman los elementos necesarios para la vida: el carbono, el oxígeno, el hierro y otros minerales, incluso tan pesados como el uranio o el torio. Una parte de las estrellas de primera generación, las más grandes, estallan en forma de súper novas y forman, tras concentrarse en nuevas nubes de partículas bajo la acción gravitatoria, soles con planetas, formados estos últimos por los elementos más pesados. Los planetas, incandescentes al principio, acaban por enfriarse superficialmente y dan lugar, en un brevísimo lapso de tiempo de su existencia total, a las condiciones idóneas para la aparición de la vida.

La vida, siempre en ese sentido, contradice, aparentemente, el Segundo Principio de la Termodinámica. Hasta el ser más elemental, una bacteria, obtiene energía de su entorno y consigue orden en sí misma, disminuye su entropía, a pesar de que, si se hace un balance energético y entrópico, el Segundo Principio no es vulnerado: la bacteria crea más desorden que orden consigue para sí. ¡Cómo se parece, pues, la bacteria al ser humano! El humano, en efecto, en todos sus actos: nacer, comer, reproducirse o morir, destruye más que construye. Y lo más curiosos es que la aseveración es cierta hasta en sus macro actuaciones políticas -en el mundo Occidental se vive bien a costa del desorden de los países que producen las materias primas, en donde el crimen de estado es común y los genocidios están a la orden del día- o económicas -se talan bosques donde perecen especies únicas para cultivar cereales para generar bio-diésel-. Pero sírvanos de consuelo el pensar que toda vida, incluidos la de bosques tropicales o la de negros de África, es insignificante, igual que la nuestra. Una parte de la misma enfermedad transitoria que tan sólo desacelera el camino de perfección que recorre el Universo.

La vida, según nuestro razonamiento, es una imperfección natural transitoria de ciertos lugares, escasísimos, del Universo provocada por la que señalamos más arriba como secuela de la enfermedad gravitatoria del Universo: la radiactividad. Una imperfección tal que ha provocado seres pensantes que se plantean asuntos y preguntas sobre la perfección del propio Universo, y ven nacer al súper hombre, mientras vulneran en su entorno más cercano, a costa de lo que sea, de cualesquiera sacrificios, incluidos los humanos, el Segundo Principio de la Termodinámica.

MIGUEL UÑA DE QUINTANA

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