miércoles, 10 de febrero de 2010

WITOLD GOMBROWICZ, un polaco algo che



Fotografía tomada por Hanne Garthe.

Conocí a Gombrowicz jugando ajedrez en el café del cine Gran Rex, en la calle Corrientes, en Buenos Aires. Estaba precedido por una loca fama: escritor (autor de una novela que había sido traducida por un equipo de casi 40 personas, con el cubano Virgilio Piñera, a la cabeza), aristócrata insolente, jugador impenitente de ajedrez, fumador compulsivo y gay. Terminada la partida, me miró, pidió un café y me preguntó si había entendido Ferdydurke, que yo apoyaba sobre mis rodillas. Le contesté que estaba intentándolo y como la encontraba carente de sentido, me estaba gustando. No dijo nada, tomó mi libro que él había escrito a partir de 1937 y me lo dedicó. Después durante algunos años hasta que regresó a Europa para conquistar su justa fama -que culminó con la concesión del Prix International de Littérature 1967, por su novela Cosmos- compartimos algunas cafés, hablamos de la nada y de todo, pero jamás jugué una sola partida de ajedrez con él. En Vence, donde se había radicado en 1965, después de una breve estada en Berlín, fue donde lo vi por última vez.

Al morir en 1969, a los 64 años de edad, Gombrowicz dejaba además de esa joya que es Ferdydurke, una obra fenomenal: Yvonne, la princesa de Borgoña, La boda, Transatlántico, La seducción, Curso de filosofía en seis horas y cuarto, y la premiada Cosmos; también su doble nacionalidad: polaca (de nacimiento) y argentina (por adopción; ¿quién dice que 25 años no es nada?).

Ferdydurke fue escrita 20 años antes de La seducción, que el propio Gombrowicz consideraba como una prolongación. Es la magistral y grotesca historia de un señor que se vuelve niño porque los demás así lo tratan, desenmascarando la gran inmadurez de la humanidad. Se publicó en el ¹37, cuando todavía Sartre no había formulado su teoría sobre el regard d’autrui, pero fue gracias a este aspecto que Ferdydurke fue asimilada y quizá, comprendida.

En su prólogo a La seducción, Gombrowicz señala que la falta de madurez no siempre es innata o impuesta por los demás. Se da también en la inmaduridad a la que la cultura nos abalanza cuando su ola nos arrolla y no conseguimos elevarnos a su nivel. Toda forma “superio”² nos pueriliza. La persona, torturada por su máscara, se construye en secreto, para su uso privado, una especie de subcultura: un mundo hecho con los desperdicios del mundo cultural superior, dominio de la ratería, de los mitos informes, de las pasiones inconfesas un secundario dominio de compensación. Y en este submundo convivimos con esa llamada Kultura Light que invade las universidades, los colegios, el periodismo, la televisión, la radio y las artes en general.

Asumo, gracias a Gombrowicz, que vivo en un mundo ferdydúrquico, donde los jóvenes crean a los viejos; porque cuando el viejo se somete al joven, como señalaba Witold: ¡Qué tinieblas! ¡Cuánta perversión y vergüenza! ¡Qué de trampas! Pero la verdad es que la juventud, biológicamente superior, físicamente más hermosa, no tiene la menor dificultad para encantar y ganarse al viejo, ya infectado por la muerte.

Asumo que vivo en un mundo ferdydúrquico, donde la deshumanizada humanidad no se da cuenta de ello, donde la vida se ha degradado, donde el oscurantismo, la obsecuencia y el desempleo, son moneda de uso corriente.

Traspaso las puertas de mi Memoriabierta para ver a Witold Gombrowicz, salir del Banco Polaco donde trabajaba a pesar suyo, como solía comentarnos, mientras continuaba este auténtico outsider, el enroque de su vida que lo alejaba del señorío de Maloszyce, al sur de Varsovia, donde él presumía haber nacido en un medio aristocrático aldeano, para ser humillado, despreciado y rechazado por el Parnaso Argentino y, al mismo tiempo, ser el único escritor extranjero que no cumplió con el rito de acudir al salón de Victoria Ocampo.

Gombrowicz fue, como lo describió Ernesto Sabato en el Prólogo a la segunda edición de Ferdydurke (Bs.As., 1964) un individuo flaco, muy nervioso, que chupaba ávidamente su cigarrillo, que desdeñosamente emitía juicios arrogantes e inesperados; exactamente como lo recuerdo: libre, caprichoso, provocativo, independiente de todo, menos de su asma.

Jorge CARROLL

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