viernes, 28 de noviembre de 2008

TE RECUERDO JOAO

GRAN SERTÓN: VEREDAS, DE JÕAO GUIMARÃES ROSA
Libro largo, mágico e inesperado como una de las veredas del título. Orquestado en torno a un paisaje único, se va enriqueciendo con las sorpresas de la itinerancia, del viaje, del camino y de las nuevas formas de mirar surgidas por el paso del tiempo. Gran Sertón: Veredas no narra nada. Las seiscientas páginas se ocupan exclusivamente en la primera parte de un diálogo. El yagunzo Riobaldo cuenta a un interlocutor toda su pasada vida de yagunzo. Él es quien organiza su historia, quien introduce las captatio benevolentia necesarias, el que apoya las peripecias con frases que sólo sirven a la función fática, es su íntima manera de ver y experimentar el mundo la que se explica y se esconde en lo contado.

No hay narrador omnisciente, no hay pequeño dios literario dispuesto a salir al rescate de un personaje torpón, sorberbio o, simplemente, humano. No hay esquina narrativa en la que esconderse, no hay lector ideal al que pedir comprensión. No hay párrafo decidido por el magnánimo auctor ex machina para que el yagunzo Riobaldo respire, reflexione, invierta tiempo en tomar la decisión correcta o pueda elevar su voz para justificar lo planteado por su creador. Riobaldo está tremendamente solo ante su vida y ante su discurso. Lo que ahora suscribe como errores aparecen como grandes aciertos de su momento; su amor imposible es, a través del hilo de relato retrospectivo, también una pasión tan cercana como la mano de un compañero; toda su vida aparece condensada, al cabo, en la sentencia “vivir es peligroso”, y al tiempo, ocupa el tiempo completo de nuestro relato.
“Nonada. Los tiros que usted ha oído han sido no de pelea de hombre, Dios nos asista.”

No es que Riobaldo comience su relato abruptamente. Es el lector el que irrumpe en plena conversación, se acomoda en algún tocón cercano y se queda a escuchar la historia. Por eso, Riobaldo no hace nada para ganarnos, no se explica más que al tempo que le exige su discurso; somos nosotros los que tenemos que hacer un esfuerzo para seguir su hilo por los laberintos del Sertón brasileño. Su vocabulario y su sintaxis son las de la oralidad suma, torcida, retorcida, repetitiva o elusiva, merodeando en torno a un asunto espinoso hasta que consigue verbalizarlo o bien recargando léxicamente el discurso con toda la viveza de sus recuerdos. Y sin embargo, enseguida nos quedamos al lado de Riobaldo, a escuchar toda la historia de su vida, de la vida de un desconocido. El encanto de inmiscuirnos en una conversación que no es la nuestra nos encanta, nos abre todos los poros de la curiosidad y nos incita a hacer el esfuerzo de comprender ese mundo nuevo que se nos presenta sin sernos presentado. Y poco a poco vamos aprendiendo a vivir en el sertón, a hablar el sertón, a comunicarnos con el sertón, interpretar sus señales y acatar sus leyes. Sin querer, Riobaldo nos impone tanto en la ley silvestre de su tierra, que, lentamente, tan patrios como él, nos encontramos juzgándole a él, denostando su comportamiento, rechazándolo como impropio y no queriendo aceptar sus decisiones. Y es que el sertón es el sitio de la ley tácita y mudable, de cuya existencia es único testimonio su acatamiento:
”El sitio sertón se extiende: es donde los pastos no tienen puertas, es donde uno puede tragarse diez, quince leguas, sin topar con casa de morador; es donde el criminal vive su cristo-jesús apartado del palo de la autoridad”

Más adelante llega a decir: “el sertón es del tamaño del mundo”. Así pensado, este sertón parece borgiano totalmente. Caminando por él al ritmo de las arrancadas de Riobaldo y sus compañeros, se vuelve realmente del tamaño del mundo, acogiendo las iras, las venganzas, el amor, la desesperación y las reflexiones acerca de sí de un mundo.


La historia de Riobaldo es una historia de yagunzos que andan por las veredas. Enseguida, gracias a las reflexiones de Riobaldo que, a nosotros, lectores cotillas escuchando tras las puertas conversaciones ajenas, nos sirven de explicaciones, nos enteraremos de quiénes son estos yagunzos, mezcla de bandoleros y soldados. El propio Riobaldo yagunzo que fue y jefe de yagunzos que fue, no nos proporciona una definición doctrinal. La idea que nos formamos de su vida y profesión surge a través de las pinceladas trastabilladas con que se juzga y describe: “El yagunzo no se cabrea con pérdida ni derrota; casi todo le es igual.” “Uno, yagunceando ni ve ni repara en la miseria de los otros, mierda”. Se aprende el oficio emboscado entre los buritíes y la caatinga, a base de probar dendé, farofa y jacarandá. No hay tecnicismo que lo pueda explicar, no hay lenguaje que lo pueda resumir, no hay desconocido que lo pueda conocer. Por eso, el lenguaje de Riobaldo se inventa a cada momento, como luego veremos, buscando más recursos en los recursos, a veces sólo con matices expresivos, para expresar la diferencia entre la mera vida y la vida sertanera. Por eso, no se nos puede narrar su suceso dejándonos estar cómodamente en el sofá occidentalísimo de nuestro salón; por eso, Guimarães Rosa nos empuja en medio de la vereda, nos hace presentarnos en medio de la narración, nos deja al aire del sertón, y sólo nos queda la salvación de aprenderlo todo de Riobaldo , al tiempo que él va rememorando su aprendizaje.

Riobaldo va contando cómo ingresó, casi por casualidad, en el mundo de los yagunzos, tras haber sido una especie de preceptor para un Zé Bebelo, poderoso y casipolítico. Se encuentra con la caballada, y en uno de los jinetes reconoce a un crío que conoció de chico en una barca. Un chico que resultó valiente en toda la cobardía de Riobaldo , sensato en toda su soberbia, paciente durante toda la impaciencia de Riobaldo y tierno a la vez que Riobaldo hiriente. Se trata de Reinaldo o Diadorín, su compañero, amigo y quizás su amor imposible. Los yagunzos viajan sin descanso en busca del jefe, Joca Ramiro, quien atrapa a Zé Bebelo y lo deja libre en un juicio sertanero, selvático y justo como la naturaleza misma. Luego, Joca Ramiro será matado por la espalda por dos de los suyos y los yagunzos se dividen: Hermógenes, el asesino, desaparece de la narración, ya sólo tiene lugar como perseguido, envuelto en sombras, alejado en el tiempo, difuminado en el espacio. Los otros se centrarán en encontrarlo y darle muerte para cumplir su venganza. Y es entonces cuando Riobaldo se convierte en Víbora-Blanca, en jefe de los yagunzos, en dueño de los caballos y del destino de sus hombres. El sabio Riobaldo que todo lo narra retrospectivamente y que cuelga su leitmotiv de “vivir es peligroso” por el relato a cada momento, se pone a sí mismo en entredicho. Asistimos a las dolorosas disquisiciones del Riobaldo ensoberbecido, cegado por el poder, fuera de sí, que quiere imponerse al otro, al sensatón, al que se deja fluir con el orden natural de las cosas, el que no siente que no acata más que una noley natural que se conduce sola y lo transporta en sus aguas. El tema del pacto con el Diablo no está ausente y persigue a Riobaldo como un aguijón horroroso del que no pudiera hurtarse. Quiere luchar contra él, pero estando poseído, no es capaz. “Pero el demonio no hace falta que exista para que lo haya”. Creciendo en la cabeza de Riobaldo , como un tumor que no deja pasar la luz de la razón, el diablo –existente o no- acaba por hacerse un hueco en la cabeza del yagunzo.

Combates, pequeños amores en las haciendas que jalonan el sertón, discusiones, anécdotas, creencias ultratúmbicas, pequeños temores naturales, costumbres, comidas y sueños que guardar para el futuro son las estacas en que se va clavando la historia, haciéndose más hogareña, dejándonos descansar con ella.

Riobaldo busca un orden subyacente a todas las cosas. Busca escapar de la misma idea del diablo. Busca el recto camino de la justicia, pero no de la humana, artificial y urbana, sino de alguna sujeta a la conformidad de la naturaleza. Busca, incluso, un lenguaje que abarque todo su inefable mundo. Y por eso renueva el que tiene, lo transforma, lo estruja como una esponja. La sensación de que el tiempo no pasa en el inabarcable sertón es tal que el “siempre” se convierte en “siempremente”; en el amanecer, el paisaje aparece de la noche envuelto en la indeterminación de la niebla, en la “brumalba”; los caminos sin regreso sólo sirven para “ir sin volvencia”. No se trata sólo de que Riobaldo necesita menear su pequeña tolva del lenguaje, creando palabras para sus complicadas creencias, como “sobrilegios” y “rasclavar”; Riobaldo también traslada al lenguaje la poesía y el orden de la naturaleza que le rodean, creando diminutos poemas de cinco palabras como el magnífico “jambre-enjambre de abejas salvajes” que parece a punto de saltarnos a la cabeza.


Gran Sertón: Veredas es quizás el viaje al sertón brasileño que nunca podremos hacer. Y sin embargo, también es un viaje hacia el fondo de nosotros mismos, donde enterramos sentimientos y sensaciones por la mera cobardía acomodaticia de no querer nombrarlas.

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